martes, 17 de febrero de 2009

La casa de Brisa y Nube

(Un cuento de Rythmduel)

Con el paso de los años, la casa se había convertido en un territorio salvaje.
Al principio, cuando la abandonaron, todo había quedado en silencio. Estaba repleta de frío y soledad: otra de tantas cosas que el hombre usa y tira sin preocuparse.
Pero pronto algo empezó a cambiar.

La Naturaleza, primero muy poco a poco, casi de puntillas, luego ya pisando fuerte, sin disimular, fue ocupando las paredes, los suelos, los techos, los rincones húmedos y oscuros, la madera vieja de puertas y ventanas. Hongos, ratones, hormigas, carcoma, gusanos, moscas, mosquitos, cucarachas, arañas..., todos fueron llegando para quedarse. La casa se llenó de habitantes menudos e inquietos, de suaves ruidos: aquí unas patitas corriendo apresuradas, allá un roce de alas, más allá un crujido... El canto de la Naturaleza era apenas un susurro, pero tenía la fuerza de la Vida.

Brisa y Nube, dos golondrinas jóvenes, se habían jurado amor eterno.

Decididas a formar una familia, estuvieron de acuerdo en construir su primer nido sobre una ventana de la vieja casa. El lugar era tranquilo, ideal para criar a sus polluelos. El campo estaba cerca, rebosando en primavera de flores e insectos. Un pequeño arroyo cruzaba el patio trasero, y silbaba alegre una canción de bienvenida.
Así pues, allí se quedaron.

Tuvieron dos polluelos: Tenue y Terral, dos bichillos siempre hambrientos e incansables que echaron a volar muy pronto. Fueron unos días agotadores para Nube y Brisa: vigilarlos y alimentarlos ocupaba todo su tiempo. Casi no podían comer, pero el esfuerzo valía la pena: sus hijos crecían sanos y felices.

Tomaron la decisión de regresar todos los años a esa casa.
Y lo hicieron: volvían unas semanas antes de poner los huevos para reparar el nido, criaban a sus nuevos polluelos, y partían al llegar el Otoño hacia tierras más cálidas. A Brisa y Nube se les unieron pronto otras parejas, que se instalaron en los restantes ventanales: Centella y Soplo, su hija Tenue, que se comprometió con Rayo, Silva y Galerna, su hijo Terral y Rizos... Nuevas generaciones de golondrinas rompieron el cascarón, se alimentaron y aprendieron a volar en la seguridad de la vieja casa. El silencio de la piedra y el cemento se llenó de chillidos ansiosos, de regañinas paternas, de aleteos apresurados.

Sí, con el paso de los años, la casa se había convertido en un territorio salvaje. Y su propietario era la Vida.

Hasta que llegó Ella.

Notaron que algo extraño pasaba cuando al regresar, allá por el mes de Marzo, encontraron las ventanas de la casa abiertas de par en par. Un sonido que no era del viento, ni de las ramas de los árboles vecinos, parecía venir del interior.
Un sonido. Un rumor que estremeció sus plumas.

Allí había un humano.

Brisa y Nube habían conocido humanos en sus viajes. Sabían, por instinto y por las enseñanzas recibidas de sus padres (que a su vez, las habían recibido de sus abuelos, y éstos de sus bisabuelos, y así hasta el principio de los tiempos) que debían apartarse del camino de los humanos. Los humanos podían llegar a todas partes. Cambiaban la tierra a su gusto, o la destruían. Los humanos no eran de fiar. No respetaban nada ni a nadie. No obedecían las reglas de la Naturaleza.

Temieron por su hogar.

Se acercaron a la casa con precaución, revoloteando primero bien lejos, después un poco más cerca, hasta que pudieron distinguir con claridad su nido.
No había pasado nada. Allí estaba. Un poco estropeado por el viento y la lluvia, pero nadie lo había tocado desde el año anterior. Los otros nidos tampoco habían sufrido daño.

Dudaron entre quedarse o buscar un lugar mejor. Con un humano tan cerca, no iban a estar seguros.
La casa ya estaba condenada para ellos, dijo Nube. No respondió Brisa. Hace falta algo más que una simple amenaza para que una golondrina abandone su primer nido.

Brisa siempre había sido una golondrina valiente.

Se quedaron.

Esa misma noche descubrieron que el habitante de la casa era alguien especial, aunque un poco ruidoso, como todos los humanos. Ya de madrugada, cuando las habitaciones del interior quedaron a oscuras, comprobaron asombradas que el canto de la Vida no se había apagado del todo. Además, había algo en el ambiente.
Sí, la casa se había llenado de un aroma inconfundible.

Era el perfume de los sueños.

Contaban los ancianos que hace mucho, muchísimo tiempo atrás, cuando la Tierra era diferente a como es ahora, cuando los continentes estaban unidos y el clima era distinto, las golondrinas no viajaban. No tenían necesidad. Vivían felices y despreocupadas en el País Templado, un paraíso de paz y abundancia. Pero el mundo cambió. Tembló, escupió fuego, y la tierra se rompió en mil pedazos. Se vaciaron mares y crecieron enormes cordilleras. En algunos lugares llegó el frío más terrible, otros se convirtieron en desiertos abrasadores. El País Templado desapareció. Y las golondrinas tuvieron que buscar mejores sitios para vivir. Empezaron a viajar. A migrar.

Al principio fue muy, muy duro. No estaban acostumbradas. Nunca habían tenido que ir tan lejos. Eran, además, perezosas por naturaleza, después de tanto tiempo sin esforzarse por nada. Muchas murieron por el camino (el Gran Viaje, decían los ancianos), y sólo quedaron las mas fuertes y valientes. Pero al fin encontraron nuevas tierras en las que vivir, y rutas por las que desplazarse cuando llegaba el frío. De todas formas, viajar seguía siendo cansado y penoso.

Y entonces fue cuando descubrieron los sueños.

Un día se dieron cuenta que, en las largas noches de migración, podían encontrar sueños en el cielo y dejarse llevar adormecidas por ellos sin esfuerzo, recorriendo así enormes distancias. Desde aquel momento, millones de golondrinas han descansado en pleno vuelo acompañadas por los sueños.

Los sueños de los Hombres.

Y nunca han entendido porque, siendo esos sueños tan hermosos y elevados, los humanos han sido y son tan salvajes y temibles.
Pero últimamente los sueños estaban escaseando, y los viajes volvían a ser como en un principio , cada vez más duros y penosos.

Por esa razón, para Brisa y Nube fue un regalo sorprendente encontrar la casa rebosante de anhelos y esperanzas. De repente, parecía que todo iba a ir mucho mejor.

Brisa, que siempre había sido una golondrina intrépida, empezó a volar a menudo en el interior de la casa cuando el humano salía dejando las ventanas abiertas. Nube, aterrada, se enfadaba con él. Piensa en tus hijos , le regañaba. Estás loco. Te vas a meter en un lío , repetía una y otra vez. Pero, como ya sabemos, Brisa era muy valiente. Y también muy testaruda. Así que siguió con sus "excursiones". Amaba navegar por el amplio comedor, que no tenía muchos muebles, y respirar la fragancia de los sueños que el dueño de la casa había dejado flotando. Ésta, además, estaba repleta de pequeños tesoros: mosquitos, moscas, a veces restos de comida, que llevaba gustoso al nido.

Un día, tal y como le había advertido Nube, fue sorprendido en sus correrías.
Estaba realizando una pasada de vuelo delante del espejo del salón, admirando su destreza, el muy presumido, cuando el humano entró. Brisa no le esperaba, y se asustó. Empezó a dar vueltas en la habitación como un loco, chocando con las paredes y los muebles. De pronto, enganchó una de sus alas en una esquina del armario principal. Era su fin. De fuera le llegaban los chillidos desesperados de Nube, que revoloteaba frente a la ventana. Soy un tonto pensó.

El humano se acercó. Extendió sus dos enormes brazos y, con mucho cuidado, le desenganchó el ala. Luego, sujetándolo suavemente, se acercó a la ventana y lo soltó cerca del nido, como si tuviera miedo de que se perdiese. ¡Perderse él, que atravesaba cada año continentes enteros y siempre llegaba a su destino! ¡Qué ignorancia!

Después de aquel susto, Nube estuvo varios días sin hablarle, pero se le acabó pasando el enfado. Además, las golondrinas se sentían cada vez más a gusto, más todavía que en los primeros tiempos, cuando la casa se hallaba vacía. Se acostumbraron enseguida al ritmo de vida del humano, y a la riqueza de sus sueños.
Muy pronto, Brisa se dio cuenta de una cosa: el habitante de la casa era un humano femenino. Una mujer. Sus pasos silenciosos y sus movimientos suaves, la voz musical cuando cantaba, la delicadeza de sus deseos, eran señales que le recordaban a su compañera Nube, con su frágil pero enérgico aleteo y la suavidad de su pico... ¡Ah, las hembras!

Como no sabía su nombre, Brisa decidió llamarla Ella.

Muchas veces, la mujer se asomaba a una ventana, y se quedaba mirando a las golondrinas en silencio. Éstas ya no se asustaban: Ella era una más de la colonia. A menudo, les dejaba cerca del nido insectos y restos de comida, y pequeños cuencos con agua fresca. Otras veces, parecía que les estuviera hablando o cantando. Brisa se preguntaba por qué Ella estaba tan sola. Nube le contó que a los humanos les costaba mucho emparejarse, porque eran muy complicados y egoístas. A Brisa, Ella no le parecía egoísta. Tú qué sabrás le respondió Nube, un poco molesta a causa el interés de Brisa por la humana.
¡Ah, las hembras!
Brisa empezó a acompañar a la mujer en sus salidas.
Era fácil distinguirla: una enorme mata de pelo rojo como el fuego poblaba su cabeza, una señal inconfundible desde las alturas. Volaba con Ella hasta la entrada del pueblo vecino, se quedaba dando vueltas por los alrededores esperándola, y la acompañaba en su regreso. Nube les dejaba marchar: era imposible retener a Brisa. Era una golondrina muy, muy testaruda.

Brisa sabía que, en las noches de luna radiante, a Ella le encantaba salir a pasear descalza por la hierba y tumbarse boca arriba a contemplar las estrellas. Soñaba despierta.
Brisa lo sentía en sus alas, más fuerte que nunca. Era como un soplo de aire cálido que le empujaba hacia el cielo.

Formaban un extraño trío, vistos desde lejos: Ella acostada, en completo silencio, respirando lentamente y con una sonrisa en los labios; allá arriba, la luna enorme, perfecta, derramando un manto de luz lechosa y, entre ellos dos, Brisa, yendo y viniendo, yendo y viniendo, yendo y viniendo, como adormilada en una mecedora invisible...

Toda esta historia a mí me la contaron.

Yo no lo vi, aunque me hubiera gustado.

Tampoco he sabido lo que fue al cabo de los años de la mujer, de Brisa y de Nube, o del resto de golondrinas. Eso no me lo contaron.

Se dice que un día, no hace mucho, pasó cerca de aquella casa, ya medio en ruinas, un científico, un famoso naturalista. Se detuvo un rato a mirarla, y algo debió encontrar porque a la mañana siguiente regresó con una gran escalera. De una de las ventanas, el hombre bajó un pequeño tesoro, algo estropeado por el paso del tiempo: un hermoso nido de golondrina, como nunca antes se había visto, entretejido con ramitas y una tupida trama de largos cabellos, rojos como el fuego.
Yo no lo vi, pero los que pudieron contemplarlo cuentan que tenía forma de corazón.

3 comentarios:

  1. Me encantan las imágenes que has escogido. Un beso.

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  2. Gracias. Ya sabes que para mi es un honor tener aqui a Brisa y Nube. Puede que cuando escribiste este cuento no lo supieras, pero lo hacías para mí. Es el Hilo rojo de la Leyenda China. Es el pelo rojo de Ella. Creo que Ella soy yo. Yàn Lee

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  3. me gusto mucho el cuento, porque en mi casa llegan unas palomitas torcasitas a hacer su nido y ya van tres veces que hacen su nido en el garage de mi casa. ahi nacen sus hijitos y cuando ya pueden volar se van. pero por lo regular siempre regresan y cantan y algo me dice que es la misma pareja que ya han empollado 3 veces en mi casa porque Dios me dio esa Bendicion

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